








Como entrenador,
dejó una señal muy valiosa que nunca abandonó: sus equipos iban al frente. No
al estilo kamikaze, ni cultivando la aventura imposible, pero en general,
imponían condiciones en todos los escenarios. Y si ganó algo que no fue
precisamente poco, fue porque nunca reprimió el talento de sus jugadores. Será
por eso que hace unos años Roberto Perfumo lo puso en una lista como uno de los
entrenadores que le hacían bien al fútbol: "El Pato es de los que atacan,
como el Flaco Menotti, Angelito Labruna, Tito Pizzuti, el Pelado Díaz. De los
que no se cagan en las patas, porque el fútbol es de los que van al frente, no
de los que meten el culo atrás y sólo quieren defenderse para sacar
puntitos", sostenía el Mariscal.
No lloraba
el Pato por un puesto de trabajo. No franeleaba a los periodistas. No le
sonreía a todo el mundo por las dudas. Tampoco era un rosario de virtudes
inalcanzables o algo parecido. Si advertía que tenía que cortarle el rostro a
alguien, no dudaba. Si veía que debía pegar un portazo, lo hacía. Y lo hizo. El
16 de septiembre de 1997, ya colgado de un pincel, sin laburo desde hacía
varias temporadas y casi ausente de los medios, en un bar cercano a la Avenida
Callao y Santa Fe, le confesó a este periodista para las páginas de El Gráfico:
"Hay un sector importante de la prensa al que le cuesta muchísimo hablar
conmigo porque uno conoce cositas que a ellos nos les sirve y les molesta. El
negocio del fútbol pasa por vender y yo no vendo ni me vendo. En el fútbol se
miente cada día más porque algunos creen que es la forma de continuar ligados a
este ambiente".
No fue un
idealista consagrado, pero tenía ideales. No fue siempre la oveja negra, pero
tampoco formó parte del rebaño. Luchó con firmeza para defender lo propio y
muchísimas veces lo ajeno. También lo castigaron muy duro algunos viejos
compañeros de ruta que no fueron jugadores ni dirigentes. No enarbolaba el
odio, pero sí el pase de facturas. En esa imagen de antihéroe, el Pato fue
héroe a su manera. Tenía lo que no sobra ni aquí ni allá: sensibilidad. Esa
dimensión humana de la sensibilidad que no se compra ni se adquiere en ningún
seminario, le permitió ser un buen interpretador de las cosas que palpitan o se
desvanecen por afuera de las grandes luces.
En la mala,
calló. No boconeó. No culpó. No agitó demonios. No chapeó. Se fue a trabajar
afuera, en silencio. Y se la bancó como un duque. Un año, dos años, varios
años. No la pasó de maravillas, ni mucho menos. Pero nunca tuvo la impronta del
resentido victimizado. O del hombre herido que mancha a todo el mundo sin
distinguir nada. Allí, como un león herbívoro, siempre se imaginó el regreso.


Fuente Diario Popula
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